
Le dijimos que había robots entre nosotros y ella se desconectó. No era una broma: en realidad la gente de carne y hueso no existe.
El cerebro es un procesador lleno de chips; el nervio, un circuito; y la energía que activa músculos y articulaciones, un impulso eléctrico.
La culpa me corroía – somos máquinas con conciencia – y era frecuente que huyese de mi casa para refugiarme en un bar de mala muerte.
Cierta noche un amigo me visitó.
— Somos imbéciles, ella sabía la verdad.
No comprendí.
— Es evidente: no existen los robots, somos humanos.
Quise creer que bromeaba.
— Piénsalo: si te lastimas ¿brota aceite?, ¿se puede curar la vejez actualizando el sistema o eliminar las enfermedades con softwares?
Hasta entonces sentía remordimiento, aunque sin perder la esperanza de que, tarde o temprano, algún laboratorio me la devolvería reconstruida.