Marcelo Chiriboga: el gran novelista ecuatoriano del «boom»

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Una persecución que traspasa el Averno.

Exactamente hace dos años se apareció en mi casa la sombra de Jorge Enrique Adoum, era seguramente muy parecida a la de aquel rey danés que terminó por enloquecer con el fuego de la venganza a su hijo y, con certeza, sus intenciones eran muy parecidas. En pocas palabras, el espíritu del escritor había traspasado el umbral de la muerte con la finalidad de convencerme de que lo ayudara a buscar a cierto sujeto que, a saber, llevaba el título del mejor literato ecuatoriano de todos los tiempos. Su nombre era Marcelo Chiriboga.

Yo, la verdad, tengo que admitir que mi conocimiento de la literatura es más bien escaso y se lo expliqué al fantasmagórico vate, mas, él insistió, convencido de que no era muy necesaria la erudición para la tarea. “El hecho es, me dijo, que desde que los ecuatorianos supimos por primera vez de este individuo, allá por los años ochenta, hubo múltiples tentativas por darle caza, todas infructuosas; yo quiero que, por fin, alguien culmine la tarea”.  No pude discutir más, el carácter dominante de mi interlocutor me subyugó.

La primera pista que tuve consistió en un par de artículos que el mismo Adoum compuso para la revista Diners. En el último – de julio de 1997 – nos dice: “… tuve ya la certeza de que ese compatriota había sido inventado (…) cuando sorpresivamente Ángel F. Rojas escribió (El Comercio, Quito, 29 de agosto de 1995) un artículo en el que preguntaba, y respondía, acerca de Chiriboga: ‘¿Era ficticio o vivía en la realidad? Hace pocos días me encontré, en el Norte, de manos a boca con él. Pude llegar a saber que era nativo de Cuenca y en la más reciente novela del escritor chileno Jorge [sic] Donoso, se le hace morir de cáncer. Se trataba de un personaje imaginario. ¿Algún autor en clave? Hasta entonces lo dudábamos.’”

Jose Donoso

José Donoso, «el más literato de los escritores del ‘boom'».

Supuse que Rojas se refería a José Donoso, el autor de El obsceno pájaro de la noche, y con la ayuda del Internet, esa fuente inagotable de sabiduría, descubrí que no eran una, sino dos novelas las que se referían directa o indirectamente al autor ecuatoriano.

Por lo demás, las biografías sobre Chiriboga o, peor, sus obras eran imposibles de hallar, casi tanto como la mayoría de las de su apólogo de Chile. Ni siquiera La caja sin secreto, su principal novela, la que lo catapultó al Premio Cervantes, asomaba por los estantes de las librerías de la ciudad de Quito.

Recurrí, entonces, a las fuentes de las que disponía: El jardín de al lado y Donde van a morir los elefantes, los libros de Donoso. La imagen que nos ofrecen es tan disímil. En el primero que data de 1981, el escritor cuencano (sospechoso origen si tenemos en cuenta que su apellido es propio de Riobamba) es un hombre en el pináculo del éxito, que recorre las calles de Barcelona acompañado de su agente literario, la catalana Núria Monclùs. En el segundo, de 1995, el gigante está en decadencia y acude a dar una conferencia en una pequeña universidad del sur de los Estados Unidos, como si este fuera el último braceo de un ahogado.

Pero, ¿cómo era Marcelo Chiriboga? Literariamente, una complicada fusión entre García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, cuya obra, sin embargo, y en palabras de Donoso, “sobresale casi sola en medio de los pretenciosos novelistas latinoamericanos de su generación…”

Físicamente es descrito como: “… pequeño, flaco, tan bien hecho como una de esas figuras creadas por orfebres renacentistas…”, con un ”cuidado cabello entrecano, [que] es tan reconocible como la figura de un galán de cine”.

Su personalidad es apabullante, de discurso vivaz y lenguaje florido. Con la misma facilidad con la que seduce a una jovencita tímida o a una señorona libertina puede charlar y encantar al Papa, a Brigitte Bardot o a Fidel Castro. No es difícil imaginarse que su piel cetrina, su aristocrático comportamiento y su enorme reputación le atraían los favores de cientos de mujeres, que él sabía aprovechar con la prudencia y la modestia que caracteriza a todos los latinoamericanos. Sus convicciones son serias, firmes, cree en el arte, o mejor, en la salvación por el arte, de tal manera que fue capaz de renegar de su filiación comunista porque el partido se empeñaba en imponerle una ética creativa; aunque su volcamiento hacia la derecha y el libre – mercado tampoco le trajo la confianza de una clase burguesa, que veía en este hombre a un traidor peligroso.

Nadie se mantiene eternamente en auge y este cuencano no fue la excepción. Sus últimos días son más bien lamentables, no solo porque es víctima de un cáncer, sino porque moralmente está destruido. El éxito del pasado no es más que un recuerdo vago en la memoria de uno que otro profesor de literatura “antigua”.  Chiriboga que siempre ha creído en esa quimera que es la gloria se hunde en una realidad negra, en la que muy probablemente él, diez años después, no será ni siquiera polvo. Además, el recuerdo de la patria abandonada, de ese Ecuador del que se exilió porque lo rechazaba por sus convicciones políticas, vuelve para atormentarlo como un espectro que le ordena regresar, aunque comprende que aquello es imposible, pues sus lazos con la tierra andina se han esfumado al igual que su gloria y él es más francés que americano.

Al final, el gran escritor muere prácticamente solo y en el olvido, convencido, como nos diría años más tarde Cornejo Menacho en su novela Las segundas criaturas, de que “… su ambición era escribir buenas novelas, y en todo caso recibir reconocimientos por su literatura, y que, si eso era ser burgués de mierda, él no podía hacer nada.” Y que los miembros de los partidos que lo vilipendiaban eran víctimas de una “especie de tenia filosófica o ideológica […] [que penetró] en sus cabezas, incluso en las más brillantes, para matar la literatura, para liquidar la novela, que es la expresión artística más importante y más compleja de todos los tiempos, el mejor instrumento para estudiar el alma humana y para liberarnos”.

A estas alturas yo había descubierto que Chiriboga no era mencionado apenas por Donoso, sino que el mexicano Carlos Fuentes y, más contemporáneamente, el escritor Diego Cornejo Menacho, citado anteriormente, también lo hacían aparecer en sus novelas.

Carlos Fuentes, el ‘playboy’ de las letras mexicanas.

En el caso del escritor azteca, la figura del azuayo adquiere un matiz mordaz, hasta sardónico, de hecho en Diana o la cazadora solitaria (1994) no es más que una referencia de pasada en uno de los capítulos culminantes, donde el narrador nos cuenta que pretendía interceder por el ecuatoriano ante su agente para intentar impulsar su carrera artística, la cual se desperdicia en un sillón para funcionarios de segundo orden en el Ministerio de Relaciones en Quito; y en Cristobal Nonato se nos dice que “… fue expulsado [de México] por decreto presidencial” luego de que “suramericanizó [sic] velozmente predios enteros de la todavía entonces ciudad de México”.

Cornejo Menacho, finalmente, nos regala detalles de la vida de Chiriboga que se les escaparon tanto a Donoso como a Fuentes. Descubrimos, por ejemplo, sus inicios, las razones de su deserción del Partido Comunista y cómo esto fue el detonante para que buscara salir del país con la ayuda de Benjamín Carrión, quien, por aquellos días, asumía su embajada en México.

 

La verdad sale a la luz.

Creía que mi labor como detective estaba llegando a su fin, cuando un nuevo material hizo que mis suposiciones dieran un giro de tuerca.

Adoum reapareció, sugiriéndome que leyera una entrevista realizada para El Comercio en el año 2001 a Carlos Fuentes. En ella, él declara con todo desparpajo que Chiriboga fue una creación suya y de Donoso para sacar a la literatura ecuatoriana de su anonimato dentro del boom. En pocas palabras, se trataba de un favor, una concesión hacia los marginados.

Al principio, me sentí irritado, pero después me percaté de que había empezado a trabajar instigado por un muerto, y que conversaba periódicamente con él, por lo que no era nada excepcional que el exitoso escritor ecuatoriano no fuera otra cosa que un esperpento de ficción y yo un obtuso con un pie en el manicomio.

Cuando conseguí tranquilizarme nuevamente, me puse a analizar la situación con frialdad, preguntándome si realmente debíamos enfurecernos los ecuatorianos por esta burla o, por otro lado, reírnos con ese humor que Pablo Palacio nos recomendaba tener en alguna de sus novelas.

Jorge Enrique Adoum, el escritor que siempre negó ser el «verdadero» Marcelo Chiriboga.

Las voces son diversas. El propio Adoum se sintió más o menos ofendido y otros han expresado que nadie tiene el derecho de hablar así de la literatura ecuatoriana. Yo creo, sin embargo, que el problema va por otro lado: ¿es Chiriboga meramente una caricatura de la literatura nacional?

No, se trata más bien de un icono burdo de todo el boom y sobre todo de aquellos escritores que gracias a él alcanzaron el éxito, pero que nunca lograron sentirse satisfechos, pues sus convicciones ideológicas chocaban con el nivel de vida que habían alcanzado y con los ideales artísticos en los que creían.

No haber tenido algún genio descollante que representara al Ecuador en esta generación, quizá hizo que nuestra literatura se perdiera en el olvido y que solamente algunos nombres como el de Icaza fueran mencionados en los círculos intelectuales. Por otro lado, tiene una ventaja, nosotros nos escapamos de ese lamentable escollo en el que se hunde todo aquel que sigue cierto canon: la falta de originalidad, de individualidad, que casi siempre termina por asesinar a la imaginación.

Pero ¿cómo debe enfrentarse esta disyuntiva, de la que Chiriboga es el arquetipo, es decir, la del literato como artista o como agitador político? La verdad es que cualquier creación humana – la ciencia, el arte – no se puede librar de las opiniones, de las ideas de su creador, al fin y al cabo, este se funde a sí mismo para con esa materia resultante hacer algo nuevo. Él es su obra.

Aunque tampoco esto quiere decir que la literatura, la pintura, el cine son simples mecanismos de propaganda, panfletos desagradables cuya finalidad es el adoctrinamiento.

 Donoso pareció comprenderlo, aunque la ancianidad y la cercanía de la muerte también lo empujaron a preguntarse hasta qué punto esa obsesión por la obra de arte perfecta, la belleza o la gloria literaria no es tan fútil como casi cualquier otra empresa humana. Él predijo que diez años después de su muerte nadie lo recordaría y es triste constatar que, ahora, muy pocos de sus libros aparecen en las existencias de las librerías. En cambio, ese monigote de Marcelo Chiriboga, como si de una broma macabra se tratara, sale de las sombras para escribir en la contraportada de una recopilación póstuma de cuentos de su propio creador (Nueve novelas breves, publicadas por Alfaguara en 1997), y, por allí, en el mundo de la cibernética, circula el frontispicio de una nueva novela llamada La caja secreta, continuación de La caja sin secreto, al parecer perdida en un baúl y rescatada del olvido por la esposa del inexistente escritor cuencano.

No puedo evitar pensar en Adoum y en Ángel Felicísimo Rojas que desde el más allá nos deben mirar sonriendo burlonamente porque un espectro literario ha cobrado vida, imponiéndose a su padre y logrando que, una vez más, la realidad imite a la ficción, como escribió hace tiempo Oscar Wilde.

20 comentarios en “Marcelo Chiriboga: el gran novelista ecuatoriano del «boom»

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