Llegó a su casa muy tarde, su mujer dormía profundamente y ni siquiera la ráfaga de viento que se produjo cuando abrió la puerta, hizo que despertara.
Pedro no sentía el menor deseo de acostarse, se encontraba preocupado y a la vez alegre, satisfecho. Por sus venas aún corría esa sangre envenenada por el deseo y los besos de su amante; el latido de su corazón era violento como si aquel músculo se empeñara en quebrar cada hueso o centímetro de piel que lo aprisionaba. No, sencillamente no podía acostarse junto a esa mujer simple, inocua…
Caminó hasta la cocina y luego de servirse un vaso de agua, se puso a pensar en silencio. Transcurrieron unos segundos durante los cuales sólo se escuchaba, a lo lejos, el aullido de un perro vagabundo.
— Ojalá hubiera alguna solución… — dijo suspirando.
— La hay — intervino, de pronto, una voz femenina.
Pedro dio un respingo, volteándose con la expresión de un niño que ha sido sorprendido en medio de una travesura.
— No te preocupes, amor, no soy tu esposa.
Una desconocida de bellas facciones, pelirroja y con una figura preciosa, se aproximó a él, besándole con descaro.
— ¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a entrar en mi casa?
— No digas estupideces, yo voy únicamente donde me llaman.
— Yo no la he llamado, ni siquiera sé quién es usted.
— ¡Ja! ¡qué tonto eres! Yo soy Lucifer y vine porque me necesitas.
La seriedad con que fue dicha aquella frase hizo que Pedro se estremeciera.
— Eso… eso no tiene sentido, ¿es una ladrona? ¡Voy a llamar a la policía…!
— Cierra la boca y mírame a los ojos, te darás cuenta de que es verdad.
Él obedeció, fijándose primero en la figura de la mujer — perfecta, seductora aunque vulgarmente vestida — y luego en su rostro. Sus pupilas no eran normales, un fuego intenso parecía consumirlas, produciendo en cualquier observador una mezcla de atracción, respeto y pavor.
— ¿Te das cuenta? ¿O es que has visto en otro ser ojos como los míos?
— No sé qué decir; esto no tiene sentido.
— Puedes pensar lo que te dé la gana, de hecho, si te hace más feliz: yo soy tu conciencia.
— ¿Qué quiere de mí?
— Como dije antes, ayudarte. Sé que te encuentras en una situación compleja: por un lado, tu mujer, un hogar estable, cómodo, seguro, sin embargo, tedioso, sin pasión; y por otro, tu amante, que es inestable, pero, al mismo tiempo, una fuente de placer infinito…
— ¡Basta! Déjeme en paz.
— … Para mí es muy claro — prosiguió ella, ignorando a su interlocutor — no hay nada más importante que el placer y, en ese sentido, hay que pagar cualquier tributo con tal de obtenerlo…
— ¡Cállate!
— … Aun la muerte.
— ¡Fuera de mi casa!, ¡no quiero escuchar nada más!
— ¿A qué le temes? No seas hipócrita, estoy convencida de que has pensado en esa solución más de una vez.
— Mi esposa es buena… yo no tengo derecho…
— Derecho, no; razón, sí.
Pedro se tapó los orejas, negándose a escuchar, sin embargo, fue inútil: la voz de esa mujer resonaba en su cabeza como un eco irresistible.
— ¡Mátala! ¡Mátala!
— No, no, no…
— ¡Mátala! ¡Mátala!
— Déjame en paz, yo no…
— ¡Sí puedes! ¡Es fácil! Yo te diré cómo tienes que hacerlo y en unos minutos te habrás librado del estorbo.
El hombre dejó caer las manos sobre su regazo y dijo como hipnotizado:
— ¿Y la justicia? ¿La cárcel?
— ¡Ja, ja, ja! ¿No sabes que en la «justicia» es donde más poder tengo? Si me escuchas, nunca te atraparán.
— ¿Y la otra justicia?, ¿la de Dios?
— ¿Por qué te preocupas? Lo que tú estás a punto de hacer, es justicia; estás acabando con lo inservible, al tiempo que te garantizas la felicidad. Humanos hay cientos, uno menos o uno más no hace la diferencia. En la naturaleza sólo sobreviven los más aptos… y ella no lo es.
— Está bien — dijo él, quedamente, sin fuerzas —, ¿qué debo hacer?
La pelirroja, sonriendo, le susurró algunas frases al oído y luego desapareció.
Dos semanas después, Pedro llegó a su casa armado con una pistola y un plan infalible. Su mujer dormía tranquilamente, igual que la noche que concibió la idea de matarla, por la boca emitía leves ronquidos y el resto de su cuerpo, ignorante del destino, se movía al compás de la respiración.
— ¡Diana! — gritó, al tiempo que disparaba, seguro de que jamás había hablado con el demonio sino con su corazón.
Hola, gracias por añadir mi blog a tus favoritos.
Buena historia ésta. He leído un par más, me gusta tu fluidez y rapidez. Cuentas las cosas yendo al grano. No sé si eso es bueno o malo, sólo sé que así es cómo yo entiendo la escritura.
Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Muchas gracias por tus comentarios, nos seguimos leyendo. Saludos cordiales.
Me gustaMe gusta